stardust

lunes, 22 de octubre de 2007

Cuentos turcos

El Sultán ha enfermado, la enorme esmeralda de su anillo así lo refleja, ha cambiado de color.
Todos sus plebeyos corren palacio arriba, palacio abajo sin demorarse en llevarle todos los enseres necesarios para su bienestar.
Sus más gentiles lacayos no han tardado en enviar a sus no menos nobles palomas mensajeras hacia los lejanos lugares de Oriente, solicitando la ayuda de los viejos curanderos del Reino de Constantinopla.
Éstos, movidos por una admiración desmedida y una amistad tan grande como el propio Reino hacia el antecesor guerrero de este joven Sultán, no tardaron en cabalgar a lomos de sus camellos como si la vida se les fuera en ello.
Parten en su viaje apresurado llevando consigo los últimos avances en plantas medicinales y aceites curativos, casi no conocidos todavía por el resto de estudiosos de la materia, y mucho menos por el vulgo de la medina.
Mientras tanto en palacio andan todos preocupados ya que anuncia una antigua profecía que cuando ese anillo de tradición milenaria vira a azul oscuro casi negro, el mal padecido por el portador raramente tendrá cura.
Al llegar a palacio tras su largo viaje, los tradicionales doctores fueron atendidos amablemente por la corte del Sultán, pero no había tiempo para víveres ni doncellas, para el Sultán dicho tiempo era oro y no lo podían perder.
Hallábase el excelso tumbado en la redonda cama de su alcoba, la cuál le proporcionaba gustoso descansar por su dulce material de cielo, pues las más algodonosas nubes mandó capturar su viejo amigo el Mago de Esmirna para el preciado regalo.
De poco le servían ahora las mejores nubes del cielo al Sultán, así como las mejores plantas y remedios que ahora, el mismo ser que antaño le regalaba un pedazo de cielo,ahora luchaba con sus conocimientos para devolverle la salud.
Transcurrido un tiempo, en el que los ilustrados se encerraron con el enfermo en el recinto, sin molestias ni pesares, sólo unos manjares de vez en cuando,salieron éstos al cabo de los tres días.
Sus rostros no mostraban toda la alegría rebosante de cuando un corazón tiene la certeza de algo no perecedero, más bien de la incertidumbre de lo que hace perecer el tiempo.
Cuando vasallos y plebeyos vieron sus caras se temieron lo peor, no podían creer cómo la enfermedad, o lo que quiera que fuese, se había apoderado de su señor sin causa aparente.
Todo el pueblo estaba alarmado, y la noticia llegó a los suburbios, bazares y demás lugares de gentío.
Fué entonces cuando una joven de origen humilde, pues toda su vida había vivido junto al trasiego de mercancías del caravasar,de nombre Uskudar, se enteró de la fatal noticia.
La joven, de una belleza sublime, era además hechicera, conocimiento venido de sus fieros antepasados, entre ellas su madre, la cuál sirvió con sus conocimientos, y con algo más, al padre del actual servidor del pueblo.
Intrépidamente, solicitó una visita a la alcoba del dolorido asegurando que, como su difunta madre, sólo ella conocía los remedios de la dolencia que atormentaba al joven, y que años atrás, atormentó de la misma forma a su progenitor.
Ante una situación tan desesperada, cualquier esperanza era válida, pero si la sagaz muchacha no cumplía lo prometido, pagaría con su vida siendo arrojada a las serpientes del propio palacio del Sultán.
Una cálida noche de verano, donde reinaba una suave brisa con aroma a especias y miel, la joven entró en el aposento del Sultán. Éste cansado y exhausto por la enfermedad, casi ni se inmutó, actitud que se repetía con las anteriores visitas.
Uskudar abrió el gran ventanal de la habitación, desde donde se divisaba la gran Mezquita Azul y un poco más al occidente el harem.
Se sentó en el ventanal a peinar sus rojos cabellos rizados y acto seguido sacó de su traje una pequeña cajita de hueso de camello con la que se acercó al sultán, dejando que la luz de Luna por la ventana, tiñiera de plata los rostros.
Conjurando, sopló el contenido de la cajita sobre el corazón del joven, que inmediatamente inspiró, como si la vida se le hubiese devuelto.
El arcaico polvo de estrellas desheló el corazón del muchacho, venciendo, un siglo más, la divina profecía, que sería sufrida por todo aquel de corazón inexperto que antes que el amor conociera el poder, dejándole éste, poco a poco, el corazón congelado.
El anillo, que reflejaba su interior y al que estaba encadenado, de generación en generación, a rojo sangre viró, del color del cabello del ser que la vida le devolvió.
Y es que la hechicera, al igual que su madre, y también de generación en generación, tenía razón, lo que el Sultán necesitaba era amor.
La antigua profecía dejó de existir al tiempo que los sultanes, pero todavía hoy, se conserva en un recoveco de la Suleimaniye, la cajita de polvo de estrellas que, siglo tras siglo, derretía el hielo de los corazones de los sultanes más prosperos de Oriente.